ENCICLICA LUMEN FIDEI pdf descarga
Es la primera carta encíclica del Papa Francisco LUMEN FIDEI (La luz de la fe) en la que nos invita a dejar que la fe ilumine todos los aspectos de nuestra vida.
CARTA ENCÍCLICA
LUMEN FIDEI (La luz de la fe)
La luz de la fe:
el gran don traído por Jesucristo (…), verdadero sol (…). Quien cree ve; ve con
una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde
Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso.
¿Una luz
ilusoria?
(…) Al hablar de
la fe como luz, podemos oír la objeción de muchos contemporáneos nuestros. En
la época moderna se ha pensado que esa luz podía bastar para las sociedades
antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos nuevos, para el hombre adulto,
ufano de su razón, ávido de explorar el futuro de una nueva forma. En este
sentido, la fe se veía como una luz ilusoria, que impedía al hombre seguir la
audacia del saber.(…)
De esta manera,
la fe ha acabado por ser asociada a la oscuridad. (…) El espacio de la fe se
crearía allí donde la luz de la razón no pudiera llegar, allí donde el hombre
ya no pudiera tener certezas. La fe se ha visto así como un salto que damos en
el vacío, por falta de luz, movidos por un sentimiento ciego; o como una luz
subjetiva, capaz quizá de enardecer el corazón, de dar consuelo privado, pero
que no se puede proponer a los demás como luz objetiva y común para alumbrar el
camino. Poco a poco, sin embargo, se ha visto que la luz de la razón autónoma
no logra iluminar suficientemente el futuro; al final, éste queda en la
oscuridad, y deja al hombre con el miedo a lo desconocido. De este modo, el
hombre ha renunciado a la búsqueda de una luz grande, de una verdad grande, y
se ha contentado con pequeñas luces que alumbran el instante fugaz, pero que
son incapaces de abrir el camino. Cuando falta la luz, todo se vuelve confuso,
es imposible distinguir el bien del mal, la senda que lleva a la meta de
aquella otra que nos hace dar vueltas y vueltas, sin una dirección fija.
Una luz por
descubrir
(…) Es urgente
recuperar el carácter luminoso propio de la fe (…). Y es que la característica
propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del
hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de
venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La
fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un
amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y
construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos,
experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la
mirada al futuro. La fe, que recibimos de Dios como don sobrenatural, se
presenta como luz en el sendero, que orienta nuestro camino en el tiempo. (…)
En la fe, don de
Dios, virtud sobrenatural infusa por él, reconocemos que se nos ha dado un gran
Amor, que se nos ha dirigido una Palabra buena, y que, si acogemos esta
Palabra, que es Jesucristo, Palabra encarnada, el Espíritu Santo nos
transforma, ilumina nuestro camino hacia el futuro, y da alas a nuestra
esperanza para recorrerlo con alegría. Fe, esperanza y caridad, en admirable
urdimbre, constituyen el dinamismo de la existencia cristiana hacia la comunión
plena con Dios (…).
CAPÍTULO PRIMERO
HEMOS CREÍDO EN
EL AMOR
(cf. 1 Jn 4,16)
Abrahán, nuestro
padre en la fe
La fe nos abre
el camino y acompaña nuestros pasos a lo largo de la historia. Por eso, si
queremos entender lo que es la fe, tenemos que narrar su recorrido, el camino
de los hombres creyentes, cuyo testimonio encontramos en primer lugar en el
Antiguo Testamento. En él, Abrahán, nuestro padre en la fe, ocupa un lugar
destacado. En su vida sucede algo desconcertante: Dios le dirige la Palabra, se
revela como un Dios que habla y lo llama por su nombre. La fe está vinculada a
la escucha. Abrahán no ve a Dios, pero oye su voz. De este modo la fe adquiere
un carácter personal. Aquí Dios no se manifiesta como el Dios de un lugar, ni
tampoco aparece vinculado a un tiempo sagrado determinado, sino como el Dios de
una persona, el Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, capaz de entrar en contacto con
el hombre y establecer una alianza con él. La fe es la respuesta a una Palabra
que interpela personalmente, a un Tú que nos llama por nuestro nombre.
Lo que esta
Palabra comunica a Abrahán es una llamada y una promesa. En primer lugar es una
llamada a salir de su tierra, una invitación a abrirse a una vida nueva,
comienzo de un éxodo que lo lleva hacia un futuro inesperado. La visión que la
fe da a Abrahán estará siempre vinculada a este paso adelante que tiene que
dar: la fe « ve » en la medida en que camina, en que se adentra en el espacio
abierto por la Palabra de Dios. Esta Palabra encierra además una promesa: tu
descendencia será numerosa, serás padre de un gran pueblo (cf. Gn 13,16; 15,5;
22,17). Es verdad que, en cuanto respuesta a una Palabra que la precede, la fe
de Abrahán será siempre un acto de memoria. Sin embargo, esta memoria no se
queda en el pasado, sino que, siendo memoria de una promesa, es capaz de abrir
al futuro, de iluminar los pasos a lo largo del camino. De este modo, la fe, en
cuanto memoria del futuro, memoria futuri, está estrechamente ligada con la
esperanza.
Lo que se pide a
Abrahán es que se fíe de esta Palabra. La fe entiende que la palabra,
aparentemente efímera y pasajera, cuando es pronunciada por el Dios fiel, se
convierte en lo más seguro e inquebrantable que pueda haber, en lo que hace
posible que nuestro camino tenga continuidad en el tiempo. La fe acoge esta
Palabra como roca firme, para construir sobre ella con sólido fundamento. (…)
La fe de Israel
En el libro del
Éxodo, la historia del pueblo de Israel sigue la estela de la fe de Abrahán. La
fe nace de nuevo de un don originario: Israel se abre a la intervención de
Dios, que quiere librarlo de su miseria. La fe es la llamada a un largo camino
para adorar al Señor en el Sinaí y heredar la tierra prometida. El amor divino
se describe con los rasgos de un padre que lleva de la mano a su hijo por el
camino (cf. Dt 1,31). La confesión de fe de Israel se formula como narración de
los beneficios de Dios, de su intervención para liberar y guiar al pueblo (cf.
Dt 26,5-11), narración que el pueblo transmite de generación en generación. (…)
Por otro lado,
la historia de Israel también nos permite ver cómo el pueblo ha caído tantas
veces en la tentación de la incredulidad. Aquí, lo contrario de la fe se
manifiesta como idolatría. Mientras Moisés habla con Dios en el Sinaí, el
pueblo no soporta el misterio del rostro oculto de Dios, no aguanta el tiempo
de espera. La fe, por su propia naturaleza, requiere renunciar a la posesión
inmediata que parece ofrecer la visión, es una invitación a abrirse a la fuente
de la luz, respetando el misterio propio de un Rostro, que quiere revelarse
personalmente y en el momento oportuno. (…) En lugar de tener fe en Dios, se
prefiere adorar al ídolo, cuyo rostro se puede mirar, cuyo origen es conocido,
porque lo hemos hecho nosotros. Ante el ídolo, no hay riesgo de una llamada que
haga salir de las propias seguridades, porque los ídolos « tienen boca y no
hablan » (Sal 115,5). Vemos entonces que el ídolo es un pretexto para ponerse a
sí mismo en el centro de la realidad, adorando la obra de las propias manos.
Perdida la orientación fundamental que da unidad a su existencia, el hombre se
disgrega en la multiplicidad de sus deseos; negándose a esperar el tiempo de la
promesa, se desintegra en los múltiples instantes de su historia. Por eso, la
idolatría es siempre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro. La
idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a
ninguna parte, y forman más bien un laberinto. Quien no quiere fiarse de Dios
se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: « Fíate de
mí ». La fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la idolatría;
es separación de los ídolos para volver al Dios vivo, mediante un encuentro
personal. Creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge
y perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta poderoso en
su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia. La fe consiste en la
disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios.
He aquí la paradoja: en el continuo volverse al Señor, el hombre encuentra un
camino seguro, que lo libera de la dispersión a que le someten los ídolos.
En la fe de
Israel destaca también la figura de Moisés, el mediador. El pueblo no puede ver
el rostro de Dios; es Moisés quien habla con YHWH en la montaña y transmite a
todos la voluntad del Señor. Con esta presencia del mediador, Israel ha
aprendido a caminar unido. (…) La fe es un don gratuito de Dios que exige la
humildad y el valor de fiarse y confiarse, para poder ver el camino luminoso
del encuentro entre Dios y los hombres, la historia de la salvación.
La plenitud de
la fe cristiana
(…) La fe
cristiana está centrada en Cristo, es confesar que Jesús es el Señor, y Dios lo
ha resucitado de entre los muertos (cf. Rm 10,9). Todas las líneas del Antiguo
Testamento convergen en Cristo; él es el « sí » definitivo a todas las
promesas, el fundamento de nuestro « amén » último a Dios (cf. 2 Co 1,20). La
historia de Jesús es la manifestación plena de la fiabilidad de Dios. Si Israel
recordaba las grandes muestras de amor de Dios, que constituían el centro de su
confesión y abrían la mirada de su fe, ahora la vida de Jesús se presenta como
la intervención definitiva de Dios, la manifestación suprema de su amor por
nosotros. La Palabra que Dios nos dirige en Jesús no es una más entre otras,
sino su Palabra eterna (cf. Hb 1,1-2). No hay garantía más grande que Dios nos
pueda dar para asegurarnos su amor, como recuerda san Pablo (cf. Rm 8,31-39).
La fe cristiana es, por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su
capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo. « Hemos conocido el
amor que Dios nos tiene y hemos creído en él » (1 Jn 4,16). La fe reconoce el
amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la
realidad y su destino último.
La mayor prueba
de la fiabilidad del amor de Cristo se encuentra en su muerte por los hombres.
Si dar la vida por los amigos es la demostración más grande de amor (cf. Jn
15,13), Jesús ha ofrecido la suya por todos, también por los que eran sus
enemigos, para transformar los corazones. Por eso, los evangelistas han situado
en la hora de la cruz el momento culminante de la mirada de fe, porque en esa
hora resplandece el amor divino en toda su altura y amplitud.(…) Y, sin
embargo, precisamente en la contemplación de la muerte de Jesús, la fe se
refuerza y recibe una luz resplandeciente, cuando se revela como fe en su amor
indefectible por nosotros, que es capaz de llegar hasta la muerte para
salvarnos. En este amor, que no se ha sustraído a la muerte para manifestar
cuánto me ama, es posible creer; su totalidad vence cualquier suspicacia y nos
permite confiarnos plenamente en Cristo.
Ahora bien, la
muerte de Cristo manifiesta la total fiabilidad del amor de Dios a la luz de la
resurrección. En cuanto resucitado, Cristo es testigo fiable, digno de fe (cf.
Ap 1,5; Hb 2,17), apoyo sólido para nuestra fe. « Si Cristo no ha resucitado,
vuestra fe no tiene sentido », dice san Pablo (1 Co 15,17). Si el amor del
Padre no hubiese resucitado a Jesús de entre los muertos, si no hubiese podido
devolver la vida a su cuerpo, no sería un amor plenamente fiable, capaz de
iluminar también las tinieblas de la muerte.(…) Los cristianos, en cambio,
confiesan el amor concreto y eficaz de Dios, que obra verdaderamente en la
historia y determina su destino final, amor que se deja encontrar, que se ha
revelado en plenitud en la pasión, muerte y resurrección de Cristo.
La plenitud a la
que Jesús lleva a la fe tiene otro aspecto decisivo. Para la fe, Cristo no es
sólo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios, sino
también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no sólo mira a
Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una
participación en su modo de ver. (…) Tenemos necesidad también de alguien que
sea fiable y experto en las cosas de Dios. Jesús, su Hijo, se presenta como
aquel que nos explica a Dios (cf. Jn 1,18). La vida de Cristo —su modo de
conocer al Padre, de vivir totalmente en relación con él— abre un espacio nuevo
a la experiencia humana, en el que podemos entrar. (…)
Para que
pudiésemos conocerlo, acogerlo y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra
carne, y así su visión del Padre se ha realizado también al modo humano,
mediante un camino y un recorrido temporal. La fe cristiana es fe en la
encarnación del Verbo y en su resurrección en la carne; es fe en un Dios que se
ha hecho tan cercano, que ha entrado en nuestra historia. La fe en el Hijo de
Dios hecho hombre en Jesús de Nazaret no nos separa de la realidad, sino que
nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este
mundo y cómo lo orienta incesantemente hacía sí; y esto lleva al cristiano a
comprometerse, a vivir con mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra.
La salvación
mediante la fe
A partir de esta
participación en el modo de ver de Jesús, el apóstol Pablo nos ha dejado en sus
escritos una descripción de la existencia creyente. El que cree, aceptando el
don de la fe, es transformado en una creatura nueva, recibe un nuevo ser, un
ser filial que se hace hijo en el Hijo. « Abbá, Padre », es la palabra más
característica de la experiencia de Jesús, que se convierte en el núcleo de la
experiencia cristiana (cf. Rm 8,15). La vida en la fe, en cuanto existencia filial, consiste en reconocer el
don originario y radical, que está a la base de la existencia del hombre, y
puede resumirse en la frase de san Pablo a los Corintios: « ¿Tienes algo que no
hayas recibido? » (1 Co 4,7). (…)
La salvación
comienza con la apertura a algo que nos precede, a un don originario que afirma
la vida y protege la existencia. Sólo abriéndonos a este origen y
reconociéndolo, es posible ser transformados, dejando que la salvación obre en
nosotros y haga fecunda la vida, llena de buenos frutos. La salvación mediante
la fe consiste en reconocer el primado del don de Dios, como bien resume san
Pablo: « En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene
de vosotros: es don de Dios » (Ef 2,8s).
La nueva lógica
de la fe está centrada en Cristo. La fe en Cristo nos salva porque en él la
vida se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma desde
dentro, que obra en nosotros y con nosotros. (…) La fe sabe que Dios se ha
hecho muy cercano a nosotros, que Cristo se nos ha dado como un gran don que
nos transforma interiormente, que habita en nosotros, y así nos da la luz que
ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano.
Así podemos
entender la novedad que aporta la fe. El creyente es transformado por el Amor,
al que se abre por la fe, y al abrirse a este Amor que se le ofrece, su
existencia se dilata más allá de sí mismo. Por eso, san Pablo puede afirmar: «
No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí » (Ga 2,20), y exhortar: «
Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones » (Ef 3,17). En la fe, el «
yo » del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y
así su vida se hace más grande en el Amor. En esto consiste la acción propia
del Espíritu Santo. El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus
sentimientos, su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que
es el Espíritu. Y en este Amor se recibe en cierto modo la visión propia de
Jesús. Sin esta conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que lo
infunde en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), es imposible confesar a Jesús como
Señor (cf. 1 Co 12,3).
La forma
eclesial de la fe
De este modo, la
existencia creyente se convierte en existencia eclesial. Cuando san Pablo habla
a los cristianos de Roma de que todos los creyentes forman un solo cuerpo en
Cristo, les pide que no sean orgullosos, sino que se estimen « según la medida
de la fe que Dios otorgó a cada cual » (Rm 12,3). El creyente aprende a verse a
sí mismo a partir de la fe que profesa: la figura de Cristo es el espejo en el
que descubre su propia imagen realizada. Y como Cristo abraza en sí a todos los
creyentes, que forman su cuerpo, el cristiano se comprende a sí mismo dentro de
este cuerpo, en relación originaria con Cristo y con los hermanos en la fe.
La
imagen del cuerpo no pretende reducir al creyente a una simple parte de un todo
anónimo, a mera pieza de un gran engranaje, sino que subraya más bien la unión
vital de Cristo con los creyentes y de todos los creyentes entre sí (cf. Rm
12,4-5). Los cristianos son « uno » (cf. Ga 3,28), sin perder su
individualidad, y en el servicio a los demás cada uno alcanza hasta el fondo su
propio ser. (…) La palabra de Cristo, una vez escuchada y por su propio
dinamismo, en el cristiano se transforma en respuesta, y se convierte en
palabra pronunciada, en confesión de fe. Como dice san Pablo: « Con el corazón
se cree […], y con los labios se profesa » (Rm 10,10). La fe no es algo
privado, una concepción individualista, una opinión subjetiva, sino que nace de
la escucha y está destinada a pronunciarse y a convertirse en anuncio. En
efecto, « ¿cómo creerán en aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo oirán
hablar de él sin nadie que anuncie? » (Rm 10,14). La fe se hace entonces
operante en el cristiano a partir del don recibido, del Amor que atrae hacia
Cristo (cf. Ga 5,6), y le hace partícipe del camino de la Iglesia, peregrina en
la historia hasta su cumplimiento. Quien ha sido transformado de este modo
adquiere una nueva forma de ver, la fe se convierte en luz para sus ojos.
CAPÍTULO SEGUNDO
(cf. Is 7,9)
Fe y verdad
(…) De este
modo, la cuestión del conocimiento de la verdad se colocaba en el centro de la
fe. (…) El profeta le invita entonces a fiarse únicamente de la verdadera roca
que no vacila, del Dios de Israel. Puesto que Dios es fiable, es razonable
tener fe en él, cimentar la propia seguridad sobre su Palabra.(…)
Leído a esta
luz, el texto de Isaías lleva a una conclusión: el hombre tiene necesidad de
conocimiento, tiene necesidad de verdad, porque sin ella no puede subsistir, no
va adelante. La fe, sin verdad, no salva, no da seguridad a nuestros pasos. Se
queda en una bella fábula, proyección de nuestros deseos de felicidad, algo que
nos satisface únicamente en la medida en que queramos hacernos una ilusión. O
bien se reduce a un sentimiento hermoso, que consuela y entusiasma, pero
dependiendo de los cambios en nuestro estado de ánimo o de la situación de los
tiempos, e incapaz de dar continuidad al camino de la vida. (…)
Recuperar la
conexión de la fe con la verdad es hoy aun más necesario, precisamente por la
crisis de verdad en que nos encontramos. En la cultura contemporánea se tiende
a menudo a aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica: es verdad aquello
que el hombre consigue construir y medir con su ciencia; es verdad porque
funciona y así hace más cómoda y fácil la vida. Hoy parece que ésta es la única
verdad cierta, la única que se puede compartir con otros, la única sobre la que
es posible debatir y comprometerse juntos. Por otra parte, estarían después las
verdades del individuo, que consisten en la autenticidad con lo que cada uno
siente dentro de sí, válidas sólo para uno mismo, y que no se pueden proponer a
los demás con la pretensión de contribuir al bien común. La verdad grande, la
verdad que explica la vida personal y social en su conjunto, es vista con
sospecha. (…) Así, queda sólo un relativismo en el que la cuestión de la verdad
completa, que es en el fondo la cuestión de Dios, ya no interesa. En esta
perspectiva, es lógico que se pretenda deshacer la conexión de la religión con
la verdad, porque este nexo estaría en la raíz del fanatismo, que intenta
arrollar a quien no comparte las propias creencias. A este respecto, podemos
hablar de un gran olvido en nuestro mundo contemporáneo. (…) Es la pregunta
sobre el origen de todo, a cuya luz se puede ver la meta y, con eso, también el
sentido del camino común.
Amor y
conocimiento de la verdad
En esta
situación, ¿puede la fe cristiana ofrecer un servicio al bien común indicando
el modo justo de entender la verdad? Para responder, es necesario reflexionar
sobre el tipo de conocimiento propio de la fe. Puede ayudarnos una expresión de
san Pablo, cuando afirma: « Con el corazón se cree » (Rm 10,10). En la Biblia
el corazón es el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus dimensiones:
el cuerpo y el espíritu, la interioridad de la persona y su apertura al mundo y
a los otros, el entendimiento, la voluntad, la afectividad. Pues bien, si el
corazón es capaz de mantener unidas estas dimensiones es porque en él es donde
nos abrimos a la verdad y al amor, y dejamos que nos toquen y nos transformen
en lo más hondo. La fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se
abre al amor. Esta interacción de la fe con el amor nos permite comprender el
tipo de conocimiento propio de la fe, su fuerza de convicción, su capacidad de
iluminar nuestros pasos. La fe conoce por estar vinculada al amor, en cuanto el
mismo amor trae una luz. La comprensión de la fe es la que nace cuando
recibimos el gran amor de Dios que nos transforma interiormente y nos da ojos
nuevos para ver la realidad.
Es conocida la
manera en que el filósofo Ludwig Wittgenstein explica la conexión entre fe y
certeza. Según él, creer sería algo parecido a una experiencia de
enamoramiento, entendida como algo subjetivo, que no se puede proponer como
verdad válida para todos. En efecto, el hombre moderno cree que la cuestión
del amor tiene poco que ver con la verdad. El amor se concibe hoy como una
experiencia que pertenece al mundo de los sentimientos volubles y no a la
verdad. (...)
Si el amor necesita la verdad, también la verdad tiene necesidad del amor. Amor y verdad no se pueden separar. Sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona. La verdad que buscamos, la que da sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca. Quien ama comprende que el amor es experiencia de verdad, que él mismo abre nuestros ojos para ver toda la realidad de modo nuevo, en unión con la persona amada. (…)
(…) Saboreando
el amor con el que Dios lo ha elegido y lo ha engendrado como pueblo, Israel
llega a comprender la unidad del designio divino, desde su origen hasta su
cumplimiento. El conocimiento de la fe, por nacer del amor de Dios que
establece la alianza, ilumina un camino en la historia. Por eso, en la Biblia,
verdad y fidelidad van unidas, y el Dios verdadero es el Dios fiel, aquel que
mantiene sus promesas y permite comprender su designio a lo largo del tiempo. (…)
La fe como
escucha y visión
Precisamente porque el conocimiento de la fe está ligado a la alianza de un Dios fiel, que establece una relación de amor con el hombre y le dirige la Palabra, es presentado por la Biblia como escucha, y es asociado al sentido del oído. San Pablo utiliza una fórmula que se ha hecho clásica: fides ex auditu, « la fe nace del mensaje que se escucha » (Rm 10,17). El conocimiento asociado a la palabra es siempre personal: reconoce la voz, la acoge en libertad y la sigue en obediencia. Por eso san Pablo habla de la « obediencia de la fe » (cf. Rm 1,5; 16,26)[23]. La fe es, además, un conocimiento vinculado al transcurrir del tiempo, necesario para que la palabra se pronuncie: es un conocimiento que se aprende sólo en un camino de seguimiento. La escucha ayuda a representar bien el nexo entre conocimiento y amor.(…)
La conexión
entre el ver y el escuchar, como órganos de conocimiento de la fe, aparece con
toda claridad en el Evangelio de san Juan. Para el cuarto Evangelio, creer es
escuchar y, al mismo tiempo, ver.(...)
¿Cómo se llega a
esta síntesis entre el oír y el ver? Lo hace posible la persona concreta de
Jesús, que se puede ver y oír. Él es la Palabra hecha carne, cuya gloria hemos
contemplado (cf. Jn 1,14). La luz de la fe es la de un Rostro en el que se ve
al Padre. (...) La
verdad que la fe nos desvela está centrada en el encuentro con Cristo, en la
contemplación de su vida, en la percepción de su presencia. (...)
Solamente así,
mediante la encarnación, compartiendo nuestra humanidad, el conocimiento propio
del amor podía llegar a plenitud. En efecto, la luz del amor se enciende cuando
somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia interior del amado, que nos
permite reconocer su misterio. Entendemos entonces por qué, para san Juan,
junto al ver y escuchar, la fe es también un tocar, como afirma en su primera
Carta: « Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos […] y
palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida » (1 Jn 1,1). Con su
encarnación, con su venida entre nosotros, Jesús nos ha tocado y, a través de
los sacramentos, también hoy nos toca; de este modo, transformando nuestro
corazón, nos ha permitido y nos sigue permitiendo reconocerlo y confesarlo como
Hijo de Dios. Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y recibir la fuerza de su
gracia. (...) Cuando estamos configurados con Jesús, recibimos ojos
adecuados para verlo.
Diálogo entre fe
y razón
La fe cristiana,
en cuanto anuncia la verdad del amor total de Dios y abre a la fuerza de este
amor, llega al centro más profundo de la experiencia del hombre, que viene a la
luz gracias al amor, y está llamado a amar para permanecer en la luz. Con el
deseo de iluminar toda la realidad a partir del amor de Dios manifestado en
Jesús, e intentando amar con ese mismo amor, los primeros cristianos encontraron
en el mundo griego, en su afán de verdad, un referente adecuado para el
diálogo. (…) Cuando encontramos la luz plena del amor de Jesús, nos damos
cuenta de que en cualquier amor nuestro hay ya un tenue reflejo de aquella luz
y percibimos cuál es su meta última. Y, al mismo tiempo, el hecho de que en
nuestros amores haya una luz nos ayuda a ver el camino del amor hasta la
donación plena y total del Hijo de Dios por nosotros. En este movimiento
circular, la luz de la fe ilumina todas nuestras relaciones humanas, que pueden
ser vividas en unión con el amor y la ternura de Cristo.(…)
La luz del amor,
propia de la fe, puede iluminar los interrogantes de nuestro tiempo en cuanto a
la verdad. A menudo la verdad queda hoy reducida a la autenticidad subjetiva del
individuo, válida sólo para la vida de cada uno. Una verdad común nos da miedo,
porque la identificamos con la imposición intransigente de los totalitarismos.
Sin embargo, si es la verdad del amor, si es la verdad que se desvela en el
encuentro personal con el Otro y con los otros, entonces se libera de su
clausura en el ámbito privado para formar parte del bien común. La verdad de un
amor no se impone con la violencia, no aplasta a la persona. Naciendo del amor
puede llegar al corazón, al centro personal de cada hombre. Se ve claro así que
la fe no es intransigente, sino que crece en la convivencia que respeta al
otro. El creyente no es arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde,
sabiendo que, más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En
lugar de hacernos intolerantes, la seguridad de la fe nos pone en camino y hace
posible el testimonio y el diálogo con todos.
Por otra parte,
la luz de la fe, unida a la verdad del amor, no es ajena al mundo material,
porque el amor se vive siempre en cuerpo y alma; la luz de la fe es una luz
encarnada, que procede de la vida luminosa de Jesús. Ilumina incluso la
materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de
armonía y de comprensión cada vez más amplio. La mirada de la ciencia se
beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la
realidad, en toda su riqueza inagotable. La fe despierta el sentido crítico, en
cuanto que no permite que la investigación se conforme con sus fórmulas y la
ayuda a darse cuenta de que la naturaleza no se reduce a ellas. Invitando a
maravillarse ante el misterio de la creación, la fe ensancha los horizontes de
la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la
ciencia.
Fe y búsqueda de
Dios
La luz de la fe
en Jesús ilumina también el camino de todos los que buscan a Dios, y constituye
la aportación propia del cristianismo al diálogo con los seguidores de las
diversas religiones. (…) El hombre religioso intenta reconocer los signos de
Dios en las experiencias cotidianas de su vida, en el ciclo de las estaciones,
en la fecundidad de la tierra y en todo el movimiento del cosmos. Dios es
luminoso, y se deja encontrar por aquellos que lo buscan con sincero corazón.
Imagen de esta
búsqueda son los Magos, guiados por la estrella hasta Belén (cf. Mt 2,1-12).
Para ellos, la luz de Dios se ha hecho camino, como estrella que guía por una
senda de descubrimientos. La estrella habla así de la paciencia de Dios con
nuestros ojos, que deben habituarse a su esplendor. El hombre religioso está en
camino y ha de estar dispuesto a dejarse guiar, a salir de sí, para encontrar
al Dios que sorprende siempre. Este respeto de Dios por los ojos de los hombres
nos muestra que, cuando el hombre se acerca a él, la luz humana no se disuelve
en la inmensidad luminosa de Dios, como una estrella que desaparece al alba,
sino que se hace más brillante cuanto más próxima está del fuego originario,
como espejo que refleja su esplendor. La confesión cristiana de Jesús como
único salvador, sostiene que toda la luz de Dios se ha concentrado en él, en su
« vida luminosa », en la que se desvela el origen y la consumación de la
historia. No hay ninguna experiencia humana, ningún itinerario del hombre
hacia Dios, que no pueda ser integrado, iluminado y purificado por esta luz.
Cuanto más se sumerge el cristiano en la aureola de la luz de Cristo, tanto más
es capaz de entender y acompañar el camino de los hombres hacia Dios.
Al configurarse
como vía, la fe concierne también a la vida de los hombres que, aunque no
crean, desean creer y no dejan de buscar. En la medida en que se abren al amor
con corazón sincero y se ponen en marcha con aquella luz que consiguen
alcanzar, viven ya, sin saberlo, en la senda hacia la fe. Intentan vivir como
si Dios existiese, a veces porque reconocen su importancia para encontrar
orientación segura en la vida común, y otras veces porque experimentan el deseo
de luz en la oscuridad, pero también, intuyendo, a la vista de la grandeza y la
belleza de la vida, que ésta sería todavía mayor con la presencia de Dios. Dice
san Ireneo de Lyon que Abrahán, antes de oír la voz de Dios, ya lo buscaba «
ardientemente en su corazón », y que « recorría todo el mundo, preguntándose
dónde estaba Dios », hasta que « Dios tuvo piedad de aquel que, por su cuenta,
lo buscaba en el silencio ». Quien se pone en camino para practicar el bien se
acerca a Dios, y ya es sostenido por él, porque es propio de la dinámica de la
luz divina iluminar nuestros ojos cuando caminamos hacia la plenitud del amor.
Fe y teología
Al tratarse de
una luz, la fe nos invita a adentrarnos en ella, a explorar cada vez más los
horizontes que ilumina, para conocer mejor lo que amamos. De este deseo nace la
teología cristiana. Por tanto, la teología es imposible sin la fe y forma parte
del movimiento mismo de la fe, que busca la inteligencia más profunda de la
autorrevelación de Dios, cuyo culmen es el misterio de Cristo. (…) La teología,
por tanto, no es solamente palabra sobre Dios, sino ante todo acogida y
búsqueda de una inteligencia más profunda de esa palabra que Dios nos dirige,
palabra que Dios pronuncia sobre sí mismo, porque es un diálogo eterno de
comunión, y admite al hombre dentro de este diálogo. Así pues, la humildad que
se deja « tocar » por Dios forma parte de la teología, reconoce sus límites
ante el misterio y se lanza a explorar, con la disciplina propia de la razón,
las insondables riquezas de este misterio.
Además, la
teología participa en la forma eclesial de la fe; su luz es la luz del sujeto
creyente que es la Iglesia. Esto requiere, por una parte, que la teología esté
al servicio de la fe de los cristianos, se ocupe humildemente de custodiar y
profundizar la fe de todos, especialmente la de los sencillos. Por otra parte,
la teología, puesto que vive de la fe, no puede considerar el Magisterio del
Papa y de los Obispos en comunión con él como algo extrínseco, un límite a su
libertad, sino al contrario, como un momento interno, constitutivo, en cuanto
el Magisterio asegura el contacto con la fuente originaria, y ofrece, por
tanto, la certeza de beber en la Palabra de Dios en su integridad.
CAPÍTULO TERCERO
TRANSMITO LO QUE
HE RECIBIDO
(cf. 1 Co 15,3)
La Iglesia,
madre de nuestra fe
Quien se ha
abierto al amor de Dios, ha escuchado su voz y ha recibido su luz, no puede
retener este don para sí. La fe, puesto que es escucha y visión, se transmite
también como palabra y luz. (…) La luz de Cristo brilla como en un espejo en el
rostro de los cristianos, y así se difunde y llega hasta nosotros, de modo que
también nosotros podamos participar en esta visión y reflejar a otros su luz,
igual que en la liturgia pascual la luz del cirio enciende otras muchas velas.
La fe se transmite, por así decirlo, por contacto, de persona a persona, como
una llama enciende otra llama. Los cristianos, en su pobreza, plantan una
semilla tan fecunda, que se convierte en un gran árbol que es capaz de llenar
el mundo de frutos.
La transmisión
de la fe, que brilla para todos los hombres en todo lugar, pasa también por las
coordenadas temporales, de generación en generación. Puesto que la fe nace de
un encuentro que se produce en la historia e ilumina el camino a lo largo del
tiempo, tiene necesidad de transmitirse a través de los siglos. Y mediante una
cadena ininterrumpida de testimonios llega a nosotros el rostro de Jesús.(…) El pasado de la fe, aquel acto de amor de
Jesús, que ha hecho germinar en el mundo una vida nueva, nos llega en la
memoria de otros, de testigos, conservado vivo en aquel sujeto único de memoria
que es la Iglesia. La Iglesia es una Madre que nos enseña a hablar el lenguaje
de la fe. (...)
Es imposible
creer cada uno por su cuenta. La fe no es únicamente una opción individual que
se hace en la intimidad del creyente, no es una relación exclusiva entre el «
yo » del fiel y el « Tú » divino, entre un sujeto autónomo y Dios. Por su misma
naturaleza, se abre al « nosotros », se da siempre dentro de la comunión de la
Iglesia. (…) Por eso, quien cree nunca está solo, porque la fe tiende a
difundirse, a compartir su alegría con otros. Quien recibe la fe descubre que
las dimensiones de su « yo » se ensanchan, y entabla nuevas relaciones que
enriquecen la vida. (…)
Los sacramentos
y la transmisión de la fe
La Iglesia, como
toda familia, transmite a sus hijos el contenido de su memoria.(…) Mediante la
tradición apostólica, conservada en la Iglesia con la asistencia del Espíritu
Santo, tenemos un contacto vivo con la memoria fundante.(…)
Para transmitir un contenido
meramente doctrinal, una idea, quizás sería suficiente un libro, o la
reproducción de un mensaje oral. Pero lo que se comunica en la Iglesia, lo que
se transmite en su Tradición viva, es la luz nueva que nace del encuentro con
el Dios vivo, una luz que toca la persona en su centro, en el corazón,
implicando su mente, su voluntad y su afectividad, abriéndola a relaciones
vivas en la comunión con Dios y con los otros. Para transmitir esta riqueza hay
un medio particular, que pone en juego a toda la persona, cuerpo, espíritu,
interioridad y relaciones. Este medio son los sacramentos, celebrados en la
liturgia de la Iglesia. En ellos se comunica una memoria encarnada, ligada a
los tiempos y lugares de la vida, asociada a todos los sentidos; implican a la
persona, como miembro de un sujeto vivo, de un tejido de relaciones
comunitarias. Por eso, si bien, por una parte, los sacramentos son sacramentos
de la fe, también se debe decir que la fe tiene una estructura sacramental. El
despertar de la fe pasa por el despertar de un nuevo sentido sacramental de la
vida del hombre y de la existencia cristiana, en el que lo visible y material
está abierto al misterio de lo eterno.
La transmisión
de la fe se realiza en primer lugar mediante el bautismo. (…) Mediante el
bautismo nos convertimos en criaturas nuevas y en hijos adoptivos de Dios. (…) En
el bautismo el hombre recibe también una doctrina que profesar y una forma
concreta de vivir, que implica a toda la persona y la pone en el camino del
bien. Es transferido a un ámbito nuevo, colocado en un nuevo ambiente, con una
forma nueva de actuar en común, en la Iglesia. El bautismo nos recuerda así que
la fe no es obra de un individuo aislado, no es un acto que el hombre pueda
realizar contando sólo con sus fuerzas, sino que tiene que ser recibida,
entrando en la comunión eclesial que transmite el don de Dios: nadie se bautiza
a sí mismo, igual que nadie nace por su cuenta. Hemos sido bautizados.
¿Cuáles son los
elementos del bautismo que nos introducen en este nuevo « modelo de doctrina »?
Sobre el catecúmeno se invoca, en primer lugar, el nombre de la Trinidad:
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Se le presenta así desde el principio un resumen
del camino de la fe. El Dios que ha llamado a Abrahán y ha querido llamarse su
Dios, el Dios que ha revelado su nombre a Moisés, el Dios que, al entregarnos a
su Hijo, nos ha revelado plenamente el misterio de su Nombre, da al bautizado
una nueva condición filial. (…)
La estructura
del bautismo, su configuración como nuevo nacimiento, en el que recibimos un
nuevo nombre y una nueva vida, nos ayuda a comprender el sentido y la
importancia del bautismo de niños, que ilustra en cierto modo lo que se
verifica en todo bautismo. El niño no es capaz de un acto libre para recibir la
fe, no puede confesarla todavía personalmente y, precisamente por eso, la
confiesan sus padres y padrinos en su nombre. La fe se vive dentro de la
comunidad de la Iglesia, se inscribe en un « nosotros » comunitario. Así, el
niño es sostenido por otros, por sus padres y padrinos, y es acogido en la fe
de ellos, que es la fe de la Iglesia, simbolizada en la luz que el padre
enciende en el cirio durante la liturgia bautismal. Esta estructura del bautismo
destaca la importancia de la sinergia entre la Iglesia y la familia en la
transmisión de la fe. A los padres corresponde, según una sentencia de san
Agustín, no sólo engendrar a los hijos, sino también llevarlos a Dios, para que
sean regenerados como hijos de Dios por el bautismo y reciban el don de la fe.
Junto a la vida, les dan así la orientación fundamental de la existencia y la
seguridad de un futuro de bien, orientación que será ulteriormente corroborada
en el sacramento de la confirmación con el sello del Espíritu Santo.
La naturaleza
sacramental de la fe alcanza su máxima expresión en la eucaristía, que es el
precioso alimento para la fe, el encuentro con Cristo presente realmente con el
acto supremo de amor, el don de sí mismo, que genera vida. En la eucaristía
confluyen los dos ejes por los que discurre el camino de la fe. Por una parte,
el eje de la historia: la eucaristía es un acto de memoria, actualización del
misterio, en el cual el pasado, como acontecimiento de muerte y resurrección,
muestra su capacidad de abrir al futuro, de anticipar la plenitud final. La
liturgia nos lo recuerda con su hodie, el « hoy » de los misterios de la
salvación. Por otra parte, confluye en ella también el eje que lleva del mundo
visible al invisible.
En la eucaristía aprendemos a ver la profundidad de la
realidad. El pan y el vino se transforman en el Cuerpo y Sangre de Cristo, que
se hace presente en su camino pascual hacia el Padre: este movimiento nos
introduce, en cuerpo y alma, en el movimiento de toda la creación hacia su
plenitud en Dios.
En la
celebración de los sacramentos, la Iglesia transmite su memoria, en particular
mediante la profesión de fe. Ésta no consiste sólo en asentir a un conjunto de
verdades abstractas. Antes bien, en la confesión de fe, toda la vida se pone en
camino hacia la comunión plena con el Dios vivo. Podemos decir que en el Credo
el creyente es invitado a entrar en el misterio que profesa y a dejarse
transformar por lo que profesa. Para entender el sentido de esta afirmación,
pensemos antes que nada en el contenido del Credo. Tiene una estructura
trinitaria: el Padre y el Hijo se unen en el Espíritu de amor. El creyente
afirma así que el centro del ser, el secreto más profundo de todas las cosas,
es la comunión divina. Además, el Credo contiene también una profesión
cristológica: se recorren los misterios de la vida de Jesús hasta su muerte,
resurrección y ascensión al cielo, en la espera de su venida gloriosa al final
de los tiempos. Se dice, por tanto, que este Dios comunión, intercambio de amor
entre el Padre y el Hijo en el Espíritu, es capaz de abrazar la historia del
hombre, de introducirla en su dinamismo de comunión, que tiene su origen y su
meta última en el Padre. Quien confiesa la fe, se ve implicado en la verdad que
confiesa. No puede pronunciar con verdad las palabras del Credo sin ser
transformado, sin inserirse en la historia de amor que lo abraza, que dilata su
ser haciéndolo parte de una comunión grande, del sujeto último que pronuncia el
Credo, que es la Iglesia. Todas las verdades que se creen proclaman el misterio
de la vida nueva de la fe como camino de comunión con el Dios vivo.
Fe, oración y
decálogo
Otros dos
elementos son esenciales en la transmisión fiel de la memoria de la Iglesia. En
primer lugar, la oración del Señor, el Padrenuestro. En ella, el cristiano
aprende a compartir la misma experiencia espiritual de Cristo y comienza a ver
con los ojos de Cristo. A partir de aquel que es luz de luz, del Hijo Unigénito
del Padre, también nosotros conocemos a Dios y podemos encender en los demás el
deseo de acercarse a él.
Además, es
también importante la conexión entre la fe y el decálogo. La fe, como hemos
dicho, se presenta como un camino, una vía a recorrer, que se abre en el
encuentro con el Dios vivo. Por eso, a la luz de la fe, de la confianza total
en el Dios Salvador, el decálogo adquiere su verdad más profunda, contenida en
las palabras que introducen los diez mandamientos: « Yo soy el Señor, tu Dios,
que te saqué de la tierra de Egipto » (Ex 20,2). El decálogo no es un conjunto
de preceptos negativos, sino indicaciones concretas para salir del desierto del
« yo » autorreferencial, cerrado en sí mismo, y entrar en diálogo con Dios,
dejándose abrazar por su misericordia para ser portador de su misericordia.
Así, la fe confiesa el amor de Dios, origen y fundamento de todo, se deja
llevar por este amor para caminar hacia la plenitud de la comunión con Dios. El
decálogo es el camino de la gratitud, de la respuesta de amor, que es posible
porque, en la fe, nos hemos abierto a la experiencia del amor transformante de
Dios por nosotros. Y este camino recibe una nueva luz en la enseñanza de Jesús,
en el Discurso de la Montaña (cf. Mt 5-7).
He tocado así
los cuatro elementos que contienen el tesoro de memoria que la Iglesia
transmite: la confesión de fe, la celebración de los sacramentos, el camino del
decálogo, la oración. La catequesis de la Iglesia se ha organizado en torno a
ellos, incluido el Catecismo de la Iglesia Católica, instrumento fundamental
para aquel acto unitario con el que la Iglesia comunica el contenido completo
de la fe, « todo lo que ella es, todo lo que cree ».
La unidad de la
Iglesia, en el tiempo y en el espacio, está ligada a la unidad de la fe: « Un
solo cuerpo y un solo espíritu […] una sola fe » (Ef 4,4-5). Hoy puede parecer
posible una unión entre los hombres en una tarea común, en el compartir los
mismos sentimientos o la misma suerte, en una meta común. Pero resulta muy
difícil concebir una unidad en la misma verdad. Nos da la impresión de que una
unión de este tipo se opone a la libertad de pensamiento y a la autonomía del
sujeto. En cambio, la experiencia del amor nos dice que precisamente en el amor
es posible tener una visión común, que amando aprendemos a ver la realidad con
los ojos del otro, y que eso no nos empobrece, sino que enriquece nuestra
mirada. El amor verdadero, a medida del amor divino, exige la verdad y, en la
mirada común de la verdad, que es Jesucristo, adquiere firmeza y profundidad.
En esto consiste también el gozo de creer, en la unidad de visión en un solo
cuerpo y en un solo espíritu. En este sentido san León Magno decía: « Si la fe
no es una, no es fe ».
¿Cuál es el
secreto de esta unidad? La fe es « una », en primer lugar, por la unidad del
Dios conocido y confesado. Todos los artículos de la fe se refieren a él, son
vías para conocer su ser y su actuar, y por eso forman una unidad superior a
cualquier otra que podamos construir con nuestro pensamiento, la unidad que nos
enriquece, porque se nos comunica y nos hace « uno ».
La fe es una,
además, porque se dirige al único Señor, a la vida de Jesús, a su historia
concreta que comparte con nosotros. (…)
Por último, la
fe es una porque es compartida por toda la Iglesia, que forma un solo cuerpo y
un solo espíritu. En la comunión del único sujeto que es la Iglesia, recibimos
una mirada común. Confesando la misma fe, nos apoyamos sobre la misma roca,
somos transformados por el mismo Espíritu de amor, irradiamos una única luz y
tenemos una única mirada para penetrar la realidad.
(...)
Como servicio a
la unidad de la fe y a su transmisión íntegra, el Señor ha dado a la Iglesia el
don de la sucesión apostólica. Por medio de ella, la continuidad de la memoria
de la Iglesia está garantizada y es posible beber con seguridad en la fuente
pura de la que mana la fe. Como la Iglesia transmite una fe viva, han de ser
personas vivas las que garanticen la conexión con el origen. La fe se basa en
la fidelidad de los testigos que han sido elegidos por el Señor para esa
misión. Por eso, el Magisterio habla siempre en obediencia a la Palabra
originaria sobre la que se basa la fe, y es fiable porque se fía de la Palabra
que escucha, custodia y expone. (…) Gracias al Magisterio de la Iglesia nos
puede llegar íntegro este plan y, con él, la alegría de poder cumplirlo
plenamente.
CAPÍTULO CUARTO
DIOS PREPARA
UNA CIUDAD PARA
ELLOS
(cf. Hb 11,16)
Fe y bien común
(...) La fe no sólo se
presenta como un camino, sino también como una edificación, como la preparación
de un lugar en el que el hombre pueda convivir con los demás. El primer
constructor es Noé que, en el Arca, logra salvar a su familia (cf. Hb 11,7).
Después Abrahán, del que se dice que, movido por la fe, habitaba en tiendas,
mientras esperaba la ciudad de sólidos cimientos (cf. Hb 11,9-10). Nace así, en
relación con la fe, una nueva fiabilidad, una nueva solidez, que sólo puede
venir de Dios. Si el hombre de fe se apoya en el Dios del Amén, en el Dios fiel
(cf. Is 65,16), y así adquiere solidez, podemos añadir que la solidez de la fe
se atribuye también a la ciudad que Dios está preparando para el hombre. La fe
revela hasta qué punto pueden ser sólidos los vínculos humanos cuando Dios se
hace presente en medio de ellos. No se trata sólo de una solidez interior, una
convicción firme del creyente; la fe ilumina también las relaciones humanas,
porque nace del amor y sigue la dinámica del amor de Dios. El Dios digno de fe
construye para los hombres una ciudad fiable.
Precisamente por
su conexión con el amor (cf. Ga 5,6), la luz de la fe se pone al servicio
concreto de la justicia, del derecho y de la paz.(...)
Fe y familia
(…) El primer
ámbito que la fe ilumina en la ciudad de los hombres es la familia. Pienso
sobre todo en el matrimonio, como unión estable de un hombre y una mujer: nace
de su amor, signo y presencia del amor de Dios, del reconocimiento y la
aceptación de la bondad de la diferenciación sexual, que permite a los cónyuges
unirse en una sola carne (cf. Gn 2,24) y ser capaces de engendrar una vida
nueva, manifestación de la bondad del Creador, de su sabiduría y de su designio
de amor. Fundados en este amor, hombre y mujer pueden prometerse amor mutuo con
un gesto que compromete toda la vida y que recuerda tantos rasgos de la fe.
Prometer un amor para siempre es posible cuando se descubre un plan que
sobrepasa los propios proyectos, que nos sostiene y nos permite entregar
totalmente nuestro futuro a la persona amada. La fe, además, ayuda a captar en
toda su profundidad y riqueza la generación de los hijos, porque hace reconocer
en ella el amor creador que nos da y nos confía el misterio de una nueva
persona.(...)
En la familia,
la fe está presente en todas las etapas de la vida, comenzando por la infancia:
los niños aprenden a fiarse del amor de sus padres. Por eso, es importante que
los padres cultiven prácticas comunes de fe en la familia, que acompañen el crecimiento
en la fe de los hijos. Sobre todo los jóvenes, que atraviesan una edad tan
compleja, rica e importante para la fe, deben sentir la cercanía y la atención
de la familia y de la comunidad eclesial en su camino de crecimiento en la fe.
(...)
Luz para la vida
en sociedad
Asimilada y
profundizada en la familia, la fe ilumina todas las relaciones sociales. Como
experiencia de la paternidad y de la misericordia de Dios, se expande en un
camino fraterno. (…) Es necesario volver a la verdadera raíz de la fraternidad.
(…) A lo largo de la historia de la salvación, el hombre descubre que Dios
quiere hacer partícipes a todos, como hermanos, de la única bendición, que
encuentra su plenitud en Jesús, para que todos sean uno. El amor inagotable del
Padre se nos comunica en Jesús, también mediante la presencia del hermano. La
fe nos enseña que cada hombre es una bendición para mí, que la luz del rostro
de Dios me ilumina a través del rostro del hermano.
¡Cuántos
beneficios ha aportado la mirada de la fe a la ciudad de los hombres para
contribuir a su vida común! Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad
única de cada persona, que no era tan evidente en el mundo antiguo. (…)
La fe, además,
revelándonos el amor de Dios, nos hace respetar más la naturaleza, pues nos
hace reconocer en ella una gramática escrita por él y una morada que nos ha
confiado para cultivarla y salvaguardarla; nos invita a buscar modelos de
desarrollo que no se basen sólo en la utilidad y el provecho, sino que
consideren la creación como un don del que todos somos deudores; nos enseña a
identificar formas de gobierno justas, reconociendo que la autoridad viene de
Dios para estar al servicio del bien común. La fe afirma también la posibilidad
del perdón, que muchas veces necesita tiempo, esfuerzo, paciencia y compromiso;
perdón posible cuando se descubre que el bien es siempre más originario y más
fuerte que el mal, que la palabra con la que Dios afirma nuestra vida es más
profunda que todas nuestras negaciones. (…)
Si hiciésemos
desaparecer la fe en Dios de nuestras ciudades, se debilitaría la confianza
entre nosotros, pues quedaríamos unidos sólo por el miedo, y la estabilidad
estaría comprometida. (…) La fe ilumina
la vida en sociedad; poniendo todos los acontecimientos en relación con el
origen y el destino de todo en el Padre que nos ama, los ilumina con una luz
creativa en cada nuevo momento de la historia.
Fuerza que
conforta en el sufrimiento
(…) Hablar de fe
comporta a menudo hablar también de pruebas dolorosas(...) En la hora de la
prueba, la fe nos ilumina y, precisamente en medio del sufrimiento y la
debilidad (…) El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento,
pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega
confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede
constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor. (…) Incluso la
muerte queda iluminada y puede ser vivida como la última llamada de la fe, el
último « Sal de tu tierra », el último « Ven », pronunciado por el Padre, en
cuyas manos nos ponemos con la confianza de que nos sostendrá incluso en el
paso definitivo.
La luz de la fe
no nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo. ¡Cuántos hombres y
mujeres de fe han recibido luz de las personas que sufren! San Francisco de
Asís, del leproso; la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus pobres. Han captado
el misterio que se esconde en ellos. Acercándose a ellos, no les han quitado
todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón cumplida de todos los males que
los aquejan. La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como
una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al
hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le
responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une
a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En
Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos
su mirada para darnos luz. Cristo es aquel que, habiendo soportado el dolor, «
inició y completa nuestra fe » (Hb 12,2). (...)
Bienaventurada
la que ha creído (Lc 1,45)
(…) La Madre del
Señor es icono perfecto de la fe, como dice santa Isabel:
« Bienaventurada la
que ha creído » (Lc 1,45)
En María, Hija
de Sión, se cumple la larga historia de fe del Antiguo Testamento, que incluye
la historia de tantas mujeres fieles, comenzando por Sara, mujeres que, junto a
los patriarcas, fueron testigos del cumplimiento de las promesas de Dios y del
surgimiento de la vida nueva. En la plenitud de los tiempos, la Palabra de Dios
fue dirigida a María, y ella la acogió con todo su ser, en su corazón, para que
tomase carne en ella y naciese como luz para los hombres. (...)
Nos dirigimos en
oración a María, madre de la Iglesia y madre de nuestra fe.
¡Madre, ayuda
nuestra fe!
Abre nuestro
oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.
Aviva en
nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando
en su promesa.
Ayúdanos a dejarnos
tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.
Ayúdanos a
fiarnos plenamente de él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de
tribulación y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar.
Siembra en
nuestra fe la alegría del Resucitado.
Recuérdanos que
quien cree no está nunca solo.
Enséñanos a
mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino.
Y que esta luz
de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso,
que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.
Papa Francisco
( Dibujos de Fano y Dibujos agustinianos)
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