ENCICLICA LUMEN FIDEI pdf descarga
Es la primera carta encíclica del Papa Francisco LUMEN FIDEI (La luz de la fe) en la que nos invita a dejar que la fe ilumine todos los aspectos de nuestra vida.
CARTA ENCÍCLICA
LUMEN FIDEI (La luz de la fe)
La luz de la fe:
el gran don traído por Jesucristo (…), verdadero sol (…). Quien cree ve; ve con
una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde
Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso.
¿Una luz
ilusoria?
(…) Al hablar de
la fe como luz, podemos oír la objeción de muchos contemporáneos nuestros. En
la época moderna se ha pensado que esa luz podía bastar para las sociedades
antiguas, pero que ya no sirve para los tiempos nuevos, para el hombre adulto,
ufano de su razón, ávido de explorar el futuro de una nueva forma. En este
sentido, la fe se veía como una luz ilusoria, que impedía al hombre seguir la
audacia del saber.(…)
Una luz por
descubrir
CAPÍTULO PRIMERO
HEMOS CREÍDO EN
EL AMOR
(cf. 1 Jn 4,16)
Abrahán, nuestro
padre en la fe
Lo que esta
Palabra comunica a Abrahán es una llamada y una promesa. En primer lugar es una
llamada a salir de su tierra, una invitación a abrirse a una vida nueva,
comienzo de un éxodo que lo lleva hacia un futuro inesperado. La visión que la
fe da a Abrahán estará siempre vinculada a este paso adelante que tiene que
dar: la fe « ve » en la medida en que camina, en que se adentra en el espacio
abierto por la Palabra de Dios. Esta Palabra encierra además una promesa: tu
descendencia será numerosa, serás padre de un gran pueblo (cf. Gn 13,16; 15,5;
22,17). Es verdad que, en cuanto respuesta a una Palabra que la precede, la fe
de Abrahán será siempre un acto de memoria. Sin embargo, esta memoria no se
queda en el pasado, sino que, siendo memoria de una promesa, es capaz de abrir
al futuro, de iluminar los pasos a lo largo del camino. De este modo, la fe, en
cuanto memoria del futuro, memoria futuri, está estrechamente ligada con la
esperanza.
Lo que se pide a
Abrahán es que se fíe de esta Palabra. La fe entiende que la palabra,
aparentemente efímera y pasajera, cuando es pronunciada por el Dios fiel, se
convierte en lo más seguro e inquebrantable que pueda haber, en lo que hace
posible que nuestro camino tenga continuidad en el tiempo. La fe acoge esta
Palabra como roca firme, para construir sobre ella con sólido fundamento. (…)
La fe de Israel
Por otro lado,
la historia de Israel también nos permite ver cómo el pueblo ha caído tantas
veces en la tentación de la incredulidad. Aquí, lo contrario de la fe se
manifiesta como idolatría. Mientras Moisés habla con Dios en el Sinaí, el
pueblo no soporta el misterio del rostro oculto de Dios, no aguanta el tiempo
de espera. La fe, por su propia naturaleza, requiere renunciar a la posesión
inmediata que parece ofrecer la visión, es una invitación a abrirse a la fuente
de la luz, respetando el misterio propio de un Rostro, que quiere revelarse
personalmente y en el momento oportuno. (…) En lugar de tener fe en Dios, se
prefiere adorar al ídolo, cuyo rostro se puede mirar, cuyo origen es conocido,
porque lo hemos hecho nosotros. Ante el ídolo, no hay riesgo de una llamada que
haga salir de las propias seguridades, porque los ídolos « tienen boca y no
hablan » (Sal 115,5). Vemos entonces que el ídolo es un pretexto para ponerse a
sí mismo en el centro de la realidad, adorando la obra de las propias manos.
Perdida la orientación fundamental que da unidad a su existencia, el hombre se
disgrega en la multiplicidad de sus deseos; negándose a esperar el tiempo de la
promesa, se desintegra en los múltiples instantes de su historia. Por eso, la
idolatría es siempre politeísta, ir sin meta alguna de un señor a otro. La
idolatría no presenta un camino, sino una multitud de senderos, que no llevan a
ninguna parte, y forman más bien un laberinto. Quien no quiere fiarse de Dios
se ve obligado a escuchar las voces de tantos ídolos que le gritan: « Fíate de
mí ». La fe, en cuanto asociada a la conversión, es lo opuesto a la idolatría;
es separación de los ídolos para volver al Dios vivo, mediante un encuentro
personal. Creer significa confiarse a un amor misericordioso, que siempre acoge
y perdona, que sostiene y orienta la existencia, que se manifiesta poderoso en
su capacidad de enderezar lo torcido de nuestra historia. La fe consiste en la
disponibilidad para dejarse transformar una y otra vez por la llamada de Dios.
He aquí la paradoja: en el continuo volverse al Señor, el hombre encuentra un
camino seguro, que lo libera de la dispersión a que le someten los ídolos.
En la fe de
Israel destaca también la figura de Moisés, el mediador. El pueblo no puede ver
el rostro de Dios; es Moisés quien habla con YHWH en la montaña y transmite a
todos la voluntad del Señor. Con esta presencia del mediador, Israel ha
aprendido a caminar unido. (…) La fe es un don gratuito de Dios que exige la
humildad y el valor de fiarse y confiarse, para poder ver el camino luminoso
del encuentro entre Dios y los hombres, la historia de la salvación.
La plenitud de
la fe cristiana
(…) La fe
cristiana está centrada en Cristo, es confesar que Jesús es el Señor, y Dios lo
ha resucitado de entre los muertos (cf. Rm 10,9). Todas las líneas del Antiguo
Testamento convergen en Cristo; él es el « sí » definitivo a todas las
promesas, el fundamento de nuestro « amén » último a Dios (cf. 2 Co 1,20). La
historia de Jesús es la manifestación plena de la fiabilidad de Dios. Si Israel
recordaba las grandes muestras de amor de Dios, que constituían el centro de su
confesión y abrían la mirada de su fe, ahora la vida de Jesús se presenta como
la intervención definitiva de Dios, la manifestación suprema de su amor por
nosotros. La Palabra que Dios nos dirige en Jesús no es una más entre otras,
sino su Palabra eterna (cf. Hb 1,1-2). No hay garantía más grande que Dios nos
pueda dar para asegurarnos su amor, como recuerda san Pablo (cf. Rm 8,31-39).
La fe cristiana es, por tanto, fe en el Amor pleno, en su poder eficaz, en su
capacidad de transformar el mundo e iluminar el tiempo. « Hemos conocido el
amor que Dios nos tiene y hemos creído en él » (1 Jn 4,16). La fe reconoce el
amor de Dios manifestado en Jesús como el fundamento sobre el que se asienta la
realidad y su destino último.
Para que
pudiésemos conocerlo, acogerlo y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra
carne, y así su visión del Padre se ha realizado también al modo humano,
mediante un camino y un recorrido temporal. La fe cristiana es fe en la
encarnación del Verbo y en su resurrección en la carne; es fe en un Dios que se
ha hecho tan cercano, que ha entrado en nuestra historia. La fe en el Hijo de
Dios hecho hombre en Jesús de Nazaret no nos separa de la realidad, sino que
nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este
mundo y cómo lo orienta incesantemente hacía sí; y esto lleva al cristiano a
comprometerse, a vivir con mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra.
La salvación
mediante la fe
A partir de esta
participación en el modo de ver de Jesús, el apóstol Pablo nos ha dejado en sus
escritos una descripción de la existencia creyente. El que cree, aceptando el
don de la fe, es transformado en una creatura nueva, recibe un nuevo ser, un
ser filial que se hace hijo en el Hijo. « Abbá, Padre », es la palabra más
característica de la experiencia de Jesús, que se convierte en el núcleo de la
experiencia cristiana (cf. Rm 8,15). La vida en la fe, en cuanto existencia filial, consiste en reconocer el
don originario y radical, que está a la base de la existencia del hombre, y
puede resumirse en la frase de san Pablo a los Corintios: « ¿Tienes algo que no
hayas recibido? » (1 Co 4,7). (…)
La salvación
comienza con la apertura a algo que nos precede, a un don originario que afirma
la vida y protege la existencia. Sólo abriéndonos a este origen y
reconociéndolo, es posible ser transformados, dejando que la salvación obre en
nosotros y haga fecunda la vida, llena de buenos frutos. La salvación mediante
la fe consiste en reconocer el primado del don de Dios, como bien resume san
Pablo: « En efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene
de vosotros: es don de Dios » (Ef 2,8s).
La nueva lógica
de la fe está centrada en Cristo. La fe en Cristo nos salva porque en él la
vida se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma desde
dentro, que obra en nosotros y con nosotros. (…) La fe sabe que Dios se ha
hecho muy cercano a nosotros, que Cristo se nos ha dado como un gran don que
nos transforma interiormente, que habita en nosotros, y así nos da la luz que
ilumina el origen y el final de la vida, el arco completo del camino humano.
La forma
eclesial de la fe
CAPÍTULO SEGUNDO
(cf. Is 7,9)
Fe y verdad
(…) De este
modo, la cuestión del conocimiento de la verdad se colocaba en el centro de la
fe. (…) El profeta le invita entonces a fiarse únicamente de la verdadera roca
que no vacila, del Dios de Israel. Puesto que Dios es fiable, es razonable
tener fe en él, cimentar la propia seguridad sobre su Palabra.(…)
Recuperar la
conexión de la fe con la verdad es hoy aun más necesario, precisamente por la
crisis de verdad en que nos encontramos. En la cultura contemporánea se tiende
a menudo a aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica: es verdad aquello
que el hombre consigue construir y medir con su ciencia; es verdad porque
funciona y así hace más cómoda y fácil la vida. Hoy parece que ésta es la única
verdad cierta, la única que se puede compartir con otros, la única sobre la que
es posible debatir y comprometerse juntos. Por otra parte, estarían después las
verdades del individuo, que consisten en la autenticidad con lo que cada uno
siente dentro de sí, válidas sólo para uno mismo, y que no se pueden proponer a
los demás con la pretensión de contribuir al bien común. La verdad grande, la
verdad que explica la vida personal y social en su conjunto, es vista con
sospecha. (…) Así, queda sólo un relativismo en el que la cuestión de la verdad
completa, que es en el fondo la cuestión de Dios, ya no interesa. En esta
perspectiva, es lógico que se pretenda deshacer la conexión de la religión con
la verdad, porque este nexo estaría en la raíz del fanatismo, que intenta
arrollar a quien no comparte las propias creencias. A este respecto, podemos
hablar de un gran olvido en nuestro mundo contemporáneo. (…) Es la pregunta
sobre el origen de todo, a cuya luz se puede ver la meta y, con eso, también el
sentido del camino común.
Amor y
conocimiento de la verdad
En esta
situación, ¿puede la fe cristiana ofrecer un servicio al bien común indicando
el modo justo de entender la verdad? Para responder, es necesario reflexionar
sobre el tipo de conocimiento propio de la fe. Puede ayudarnos una expresión de
san Pablo, cuando afirma: « Con el corazón se cree » (Rm 10,10). En la Biblia
el corazón es el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus dimensiones:
el cuerpo y el espíritu, la interioridad de la persona y su apertura al mundo y
a los otros, el entendimiento, la voluntad, la afectividad. Pues bien, si el
corazón es capaz de mantener unidas estas dimensiones es porque en él es donde
nos abrimos a la verdad y al amor, y dejamos que nos toquen y nos transformen
en lo más hondo. La fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se
abre al amor. Esta interacción de la fe con el amor nos permite comprender el
tipo de conocimiento propio de la fe, su fuerza de convicción, su capacidad de
iluminar nuestros pasos. La fe conoce por estar vinculada al amor, en cuanto el
mismo amor trae una luz. La comprensión de la fe es la que nace cuando
recibimos el gran amor de Dios que nos transforma interiormente y nos da ojos
nuevos para ver la realidad.
Es conocida la
manera en que el filósofo Ludwig Wittgenstein explica la conexión entre fe y
certeza. Según él, creer sería algo parecido a una experiencia de
enamoramiento, entendida como algo subjetivo, que no se puede proponer como
verdad válida para todos. En efecto, el hombre moderno cree que la cuestión
del amor tiene poco que ver con la verdad. El amor se concibe hoy como una
experiencia que pertenece al mundo de los sentimientos volubles y no a la
verdad. (...)
Si el amor necesita la verdad, también la verdad tiene necesidad del amor. Amor y verdad no se pueden separar. Sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida concreta de la persona. La verdad que buscamos, la que da sentido a nuestros pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca. Quien ama comprende que el amor es experiencia de verdad, que él mismo abre nuestros ojos para ver toda la realidad de modo nuevo, en unión con la persona amada. (…)
(…) Saboreando
el amor con el que Dios lo ha elegido y lo ha engendrado como pueblo, Israel
llega a comprender la unidad del designio divino, desde su origen hasta su
cumplimiento. El conocimiento de la fe, por nacer del amor de Dios que
establece la alianza, ilumina un camino en la historia. Por eso, en la Biblia,
verdad y fidelidad van unidas, y el Dios verdadero es el Dios fiel, aquel que
mantiene sus promesas y permite comprender su designio a lo largo del tiempo. (…)
La fe como
escucha y visión
La conexión
entre el ver y el escuchar, como órganos de conocimiento de la fe, aparece con
toda claridad en el Evangelio de san Juan. Para el cuarto Evangelio, creer es
escuchar y, al mismo tiempo, ver.(...)
Solamente así,
mediante la encarnación, compartiendo nuestra humanidad, el conocimiento propio
del amor podía llegar a plenitud. En efecto, la luz del amor se enciende cuando
somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia interior del amado, que nos
permite reconocer su misterio. Entendemos entonces por qué, para san Juan,
junto al ver y escuchar, la fe es también un tocar, como afirma en su primera
Carta: « Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos […] y
palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida » (1 Jn 1,1). Con su
encarnación, con su venida entre nosotros, Jesús nos ha tocado y, a través de
los sacramentos, también hoy nos toca; de este modo, transformando nuestro
corazón, nos ha permitido y nos sigue permitiendo reconocerlo y confesarlo como
Hijo de Dios. Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y recibir la fuerza de su
gracia. (...) Cuando estamos configurados con Jesús, recibimos ojos
adecuados para verlo.
Diálogo entre fe
y razón
Por otra parte,
la luz de la fe, unida a la verdad del amor, no es ajena al mundo material,
porque el amor se vive siempre en cuerpo y alma; la luz de la fe es una luz
encarnada, que procede de la vida luminosa de Jesús. Ilumina incluso la
materia, confía en su ordenamiento, sabe que en ella se abre un camino de
armonía y de comprensión cada vez más amplio. La mirada de la ciencia se
beneficia así de la fe: ésta invita al científico a estar abierto a la
realidad, en toda su riqueza inagotable. La fe despierta el sentido crítico, en
cuanto que no permite que la investigación se conforme con sus fórmulas y la
ayuda a darse cuenta de que la naturaleza no se reduce a ellas. Invitando a
maravillarse ante el misterio de la creación, la fe ensancha los horizontes de
la razón para iluminar mejor el mundo que se presenta a los estudios de la
ciencia.
Fe y búsqueda de
Dios
La luz de la fe
en Jesús ilumina también el camino de todos los que buscan a Dios, y constituye
la aportación propia del cristianismo al diálogo con los seguidores de las
diversas religiones. (…) El hombre religioso intenta reconocer los signos de
Dios en las experiencias cotidianas de su vida, en el ciclo de las estaciones,
en la fecundidad de la tierra y en todo el movimiento del cosmos. Dios es
luminoso, y se deja encontrar por aquellos que lo buscan con sincero corazón.
Al configurarse
como vía, la fe concierne también a la vida de los hombres que, aunque no
crean, desean creer y no dejan de buscar. En la medida en que se abren al amor
con corazón sincero y se ponen en marcha con aquella luz que consiguen
alcanzar, viven ya, sin saberlo, en la senda hacia la fe. Intentan vivir como
si Dios existiese, a veces porque reconocen su importancia para encontrar
orientación segura en la vida común, y otras veces porque experimentan el deseo
de luz en la oscuridad, pero también, intuyendo, a la vista de la grandeza y la
belleza de la vida, que ésta sería todavía mayor con la presencia de Dios. Dice
san Ireneo de Lyon que Abrahán, antes de oír la voz de Dios, ya lo buscaba «
ardientemente en su corazón », y que « recorría todo el mundo, preguntándose
dónde estaba Dios », hasta que « Dios tuvo piedad de aquel que, por su cuenta,
lo buscaba en el silencio ». Quien se pone en camino para practicar el bien se
acerca a Dios, y ya es sostenido por él, porque es propio de la dinámica de la
luz divina iluminar nuestros ojos cuando caminamos hacia la plenitud del amor.
Fe y teología
Además, la
teología participa en la forma eclesial de la fe; su luz es la luz del sujeto
creyente que es la Iglesia. Esto requiere, por una parte, que la teología esté
al servicio de la fe de los cristianos, se ocupe humildemente de custodiar y
profundizar la fe de todos, especialmente la de los sencillos. Por otra parte,
la teología, puesto que vive de la fe, no puede considerar el Magisterio del
Papa y de los Obispos en comunión con él como algo extrínseco, un límite a su
libertad, sino al contrario, como un momento interno, constitutivo, en cuanto
el Magisterio asegura el contacto con la fuente originaria, y ofrece, por
tanto, la certeza de beber en la Palabra de Dios en su integridad.
CAPÍTULO TERCERO
TRANSMITO LO QUE
HE RECIBIDO
(cf. 1 Co 15,3)
La Iglesia,
madre de nuestra fe
Es imposible
creer cada uno por su cuenta. La fe no es únicamente una opción individual que
se hace en la intimidad del creyente, no es una relación exclusiva entre el «
yo » del fiel y el « Tú » divino, entre un sujeto autónomo y Dios. Por su misma
naturaleza, se abre al « nosotros », se da siempre dentro de la comunión de la
Iglesia. (…) Por eso, quien cree nunca está solo, porque la fe tiende a
difundirse, a compartir su alegría con otros. Quien recibe la fe descubre que
las dimensiones de su « yo » se ensanchan, y entabla nuevas relaciones que
enriquecen la vida. (…)
Los sacramentos
y la transmisión de la fe
La Iglesia, como
toda familia, transmite a sus hijos el contenido de su memoria.(…) Mediante la
tradición apostólica, conservada en la Iglesia con la asistencia del Espíritu
Santo, tenemos un contacto vivo con la memoria fundante.(…)
¿Cuáles son los
elementos del bautismo que nos introducen en este nuevo « modelo de doctrina »?
Sobre el catecúmeno se invoca, en primer lugar, el nombre de la Trinidad:
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Se le presenta así desde el principio un resumen
del camino de la fe. El Dios que ha llamado a Abrahán y ha querido llamarse su
Dios, el Dios que ha revelado su nombre a Moisés, el Dios que, al entregarnos a
su Hijo, nos ha revelado plenamente el misterio de su Nombre, da al bautizado
una nueva condición filial. (…)
La estructura
del bautismo, su configuración como nuevo nacimiento, en el que recibimos un
nuevo nombre y una nueva vida, nos ayuda a comprender el sentido y la
importancia del bautismo de niños, que ilustra en cierto modo lo que se
verifica en todo bautismo. El niño no es capaz de un acto libre para recibir la
fe, no puede confesarla todavía personalmente y, precisamente por eso, la
confiesan sus padres y padrinos en su nombre. La fe se vive dentro de la
comunidad de la Iglesia, se inscribe en un « nosotros » comunitario. Así, el
niño es sostenido por otros, por sus padres y padrinos, y es acogido en la fe
de ellos, que es la fe de la Iglesia, simbolizada en la luz que el padre
enciende en el cirio durante la liturgia bautismal. Esta estructura del bautismo
destaca la importancia de la sinergia entre la Iglesia y la familia en la
transmisión de la fe. A los padres corresponde, según una sentencia de san
Agustín, no sólo engendrar a los hijos, sino también llevarlos a Dios, para que
sean regenerados como hijos de Dios por el bautismo y reciban el don de la fe.
Junto a la vida, les dan así la orientación fundamental de la existencia y la
seguridad de un futuro de bien, orientación que será ulteriormente corroborada
en el sacramento de la confirmación con el sello del Espíritu Santo.
La naturaleza
sacramental de la fe alcanza su máxima expresión en la eucaristía, que es el
precioso alimento para la fe, el encuentro con Cristo presente realmente con el
acto supremo de amor, el don de sí mismo, que genera vida. En la eucaristía
confluyen los dos ejes por los que discurre el camino de la fe. Por una parte,
el eje de la historia: la eucaristía es un acto de memoria, actualización del
misterio, en el cual el pasado, como acontecimiento de muerte y resurrección,
muestra su capacidad de abrir al futuro, de anticipar la plenitud final. La
liturgia nos lo recuerda con su hodie, el « hoy » de los misterios de la
salvación. Por otra parte, confluye en ella también el eje que lleva del mundo
visible al invisible.
Fe, oración y
decálogo
Además, es
también importante la conexión entre la fe y el decálogo. La fe, como hemos
dicho, se presenta como un camino, una vía a recorrer, que se abre en el
encuentro con el Dios vivo. Por eso, a la luz de la fe, de la confianza total
en el Dios Salvador, el decálogo adquiere su verdad más profunda, contenida en
las palabras que introducen los diez mandamientos: « Yo soy el Señor, tu Dios,
que te saqué de la tierra de Egipto » (Ex 20,2). El decálogo no es un conjunto
de preceptos negativos, sino indicaciones concretas para salir del desierto del
« yo » autorreferencial, cerrado en sí mismo, y entrar en diálogo con Dios,
dejándose abrazar por su misericordia para ser portador de su misericordia.
Así, la fe confiesa el amor de Dios, origen y fundamento de todo, se deja
llevar por este amor para caminar hacia la plenitud de la comunión con Dios. El
decálogo es el camino de la gratitud, de la respuesta de amor, que es posible
porque, en la fe, nos hemos abierto a la experiencia del amor transformante de
Dios por nosotros. Y este camino recibe una nueva luz en la enseñanza de Jesús,
en el Discurso de la Montaña (cf. Mt 5-7).
He tocado así
los cuatro elementos que contienen el tesoro de memoria que la Iglesia
transmite: la confesión de fe, la celebración de los sacramentos, el camino del
decálogo, la oración. La catequesis de la Iglesia se ha organizado en torno a
ellos, incluido el Catecismo de la Iglesia Católica, instrumento fundamental
para aquel acto unitario con el que la Iglesia comunica el contenido completo
de la fe, « todo lo que ella es, todo lo que cree ».
¿Cuál es el
secreto de esta unidad? La fe es « una », en primer lugar, por la unidad del
Dios conocido y confesado. Todos los artículos de la fe se refieren a él, son
vías para conocer su ser y su actuar, y por eso forman una unidad superior a
cualquier otra que podamos construir con nuestro pensamiento, la unidad que nos
enriquece, porque se nos comunica y nos hace « uno ».
La fe es una,
además, porque se dirige al único Señor, a la vida de Jesús, a su historia
concreta que comparte con nosotros. (…)
Por último, la
fe es una porque es compartida por toda la Iglesia, que forma un solo cuerpo y
un solo espíritu. En la comunión del único sujeto que es la Iglesia, recibimos
una mirada común. Confesando la misma fe, nos apoyamos sobre la misma roca,
somos transformados por el mismo Espíritu de amor, irradiamos una única luz y
tenemos una única mirada para penetrar la realidad.
(...)
Como servicio a
la unidad de la fe y a su transmisión íntegra, el Señor ha dado a la Iglesia el
don de la sucesión apostólica. Por medio de ella, la continuidad de la memoria
de la Iglesia está garantizada y es posible beber con seguridad en la fuente
pura de la que mana la fe. Como la Iglesia transmite una fe viva, han de ser
personas vivas las que garanticen la conexión con el origen. La fe se basa en
la fidelidad de los testigos que han sido elegidos por el Señor para esa
misión. Por eso, el Magisterio habla siempre en obediencia a la Palabra
originaria sobre la que se basa la fe, y es fiable porque se fía de la Palabra
que escucha, custodia y expone. (…) Gracias al Magisterio de la Iglesia nos
puede llegar íntegro este plan y, con él, la alegría de poder cumplirlo
plenamente.
CAPÍTULO CUARTO
DIOS PREPARA
UNA CIUDAD PARA
ELLOS
(cf. Hb 11,16)
Fe y bien común
Precisamente por
su conexión con el amor (cf. Ga 5,6), la luz de la fe se pone al servicio
concreto de la justicia, del derecho y de la paz.(...)
Fe y familia
En la familia,
la fe está presente en todas las etapas de la vida, comenzando por la infancia:
los niños aprenden a fiarse del amor de sus padres. Por eso, es importante que
los padres cultiven prácticas comunes de fe en la familia, que acompañen el crecimiento
en la fe de los hijos. Sobre todo los jóvenes, que atraviesan una edad tan
compleja, rica e importante para la fe, deben sentir la cercanía y la atención
de la familia y de la comunidad eclesial en su camino de crecimiento en la fe.
(...)
Luz para la vida
en sociedad
¡Cuántos
beneficios ha aportado la mirada de la fe a la ciudad de los hombres para
contribuir a su vida común! Gracias a la fe, hemos descubierto la dignidad
única de cada persona, que no era tan evidente en el mundo antiguo. (…)
Si hiciésemos
desaparecer la fe en Dios de nuestras ciudades, se debilitaría la confianza
entre nosotros, pues quedaríamos unidos sólo por el miedo, y la estabilidad
estaría comprometida. (…) La fe ilumina
la vida en sociedad; poniendo todos los acontecimientos en relación con el
origen y el destino de todo en el Padre que nos ama, los ilumina con una luz
creativa en cada nuevo momento de la historia.
Fuerza que
conforta en el sufrimiento
(…) Hablar de fe
comporta a menudo hablar también de pruebas dolorosas(...) En la hora de la
prueba, la fe nos ilumina y, precisamente en medio del sufrimiento y la
debilidad (…) El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento,
pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega
confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede
constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor. (…) Incluso la
muerte queda iluminada y puede ser vivida como la última llamada de la fe, el
último « Sal de tu tierra », el último « Ven », pronunciado por el Padre, en
cuyas manos nos ponemos con la confianza de que nos sostendrá incluso en el
paso definitivo.
Bienaventurada
la que ha creído (Lc 1,45)
(…) La Madre del
Señor es icono perfecto de la fe, como dice santa Isabel:
« Bienaventurada la
que ha creído » (Lc 1,45)
Nos dirigimos en
oración a María, madre de la Iglesia y madre de nuestra fe.
¡Madre, ayuda
nuestra fe!
Abre nuestro
oído a la Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.
Aviva en
nosotros el deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando
en su promesa.
Ayúdanos a dejarnos
tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.
Ayúdanos a
fiarnos plenamente de él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de
tribulación y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar.
Siembra en
nuestra fe la alegría del Resucitado.
Recuérdanos que
quien cree no está nunca solo.
Enséñanos a
mirar con los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino.
Y que esta luz
de la fe crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso,
que es el mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.
Papa Francisco
( Dibujos de Fano y Dibujos agustinianos)
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