domingo, 27 de abril de 2008

PENTECOSTÉS: ANUNCIO DEL AMOR DE DIOS

El primer día de la semana Dios tenía todo sobre sus manos y su Espíritu volaba sobre las aguas, creó los cielos y la tierra, sacando al universo del desorden y del caos, para preparar un paraíso en donde el hombre y la mujer pudieran caminar en su presencia (cfr. Gn. 1, 1-28; 2, 7-17). Así también, un primer día de la semana, un grupo de mujeres muy de madrugada (Jn. 20, 1ss), cuando aún la oscuridad no había sido vencida por la luz, se dirigieron al sepulcro de Jesús con vendas y aceites. Al llegar a ese lugar la sorpresa y confusión se mezclaron en un nuevo dolor: La piedra del sepulcro estaba corrida y descubren que el cuerpo de su Señor pudo haber sido robado.

Entonces unos hombres de vestidos resplandecientes, le preguntan a las mujeres: ¿A quién buscáis?, ¿por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? (Lc. 24, 4-6). Con estas preguntas los discípulos y amigos de Jesús comienzan un tiempo de noticias inciertas: pareciera que Jesús estaba vivo. Así se lo anuncia María Magdalena, María la de Santiago y otras mujeres a los apóstoles, pero ellos no les creyeron, a pesar que cuando Pedro entró en el sepulcro sólo vio las vendas caídas (Lc. 24, 9-11). Así también les sucedió a los peregrinos de Emaús que desilusionados y apesadumbrados decidieron emprender su huida de Jerusalén: No sabes-le dicen al viajero que encuentran en el camino- lo sucedido a Jesús el nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y todo el pueblo (Lc. 24, 19).

Muchos habían visto al Señor después de su muerte. Muchos empezaban a experimentar su presencia como una nueva vida. Muchos decían que Él es el verdadero y único Hijo de Dios, que Él es el único salvador. Otros aseguraban que no había otro nombre sobre la tierra o el cielo que pudiera darnos nuevas esperanzas (cfr. Fl. 2). Había seguidores que aseguraban que Jesús seguía vivo, porque quien lleva en su alma el Espíritu de Dios, no podía conocer la muerte. Cómo era posible, se preguntaban, que el hijo de Dios, que era impulsado por un amor tan incondicional por la humanidad, podía ser muerto tan barbáricamente y ver derrotado, también, su compromiso y opciones por la justicia y la paz (cfr. Jn. 1, 17-18). Incluso algunos aseguraron que Jesús en la cruz sólo inclinó la cabeza para dormir y desde lo profundo de su sueño junto a su Padre, nos regalarían su Espíritu para darle al mundo una nueva vida (Jn. 19, 30).

Cincuenta Días después de la Fiesta de la Pascua, estaban todos reunidos en Jerusalén. Habían perseverado en la oración con un mismo Espíritu (Hch. 1, 12-14). Ellos recordaban las palabras y gestos de Jesús. Era inolvidable el recuerdo de la resurrección de Lázaro (Jn. 11), o la curación de los leprosos, no podía borrarse de sus mentes la bondad de Jesús por el mundo entero, especialmente cuando sanó a la hija del soldado romano (Jn. 4,50) o les dio de comer a la muchedumbre hambrienta que lo escuchaba (Mc. 8, 1-10). No dejaban de recordar que el nuevo Reino tendría por ley las bienaventuranzas (Mt. 5).

Jesús había sido en medio del pueblo la Palabra encarnada de Dios, con sus manos sanaba y con su palabra nos impulsaba a construir un nuevo Reino. En esa espera incierta, los doce apóstoles habían comprendido que la muerte de Jesús había sido una entrega voluntaria, que Él sabía que de Dios venía y al Padre regresaba (Jn. 13, 1-4), que la aceptaba como el gesto supremo del amor de Dios por cada hombre y mujer de esta tierra y que esa entrega nos da la dignidad y libertad para ser llamados hijos de Dios y hermanos de todos los hombres. Ellos sabían que esa muerte sería derrotada, porque el trigo no debe ser arrancado por el peligro que representa la presencia de la cizaña en los campos, sino más bien debe crecer cuidado para dar su fruto y ofrecerse como pan en el banquete de la vida.

En el día de Pentecostés, cuando la comunidad apostólica estaba reunida (Hch. 2, 1-12), irrumpió la fuerza del Espíritu de Dios en la tierra. Irrumpió la fuerza que no conoce la confusión de las lenguas, para anunciar que el amor viene de Dios. La humanidad conoció así la fundación de la Iglesia, ya no seríamos llamados siervos sino amigos y una nueva sociedad fundada en el amor verdadero de Jesús (cfr. 14, 22-27), alzaba su mirada para ser servidores del mundo. En Pentecostés Jesús se une indisolublemente con la humanidad y unidos en torno a su amor y servicio, encuentra todo hombre y toda mujer su salvación.




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